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“Todo símbolo representa, al mismo tiempo, una realidad visible y una invisible.
Habla desde lo que toca, pero apunta a lo que no puede decirse.”
— INSPIRADO EN JUNG (1953), RECOEUR (1975) Y BACHELARD (1957)
La dimensión simbólica ha sido entendida desde diversas tradiciones psicológicas como un puente entre la vivencia emocional y la conciencia reflexiva. Desde la primera mitad del siglo XX, Carl Gustav Jung propuso el símbolo como expresión autónoma del inconsciente y vehículo de transformación interior (1953). Décadas después, Paul Ricoeur desarrolló la idea de la metáfora viva (1975) y el símbolo como vía de refiguración narrativa del sentido.
Simultáneamente, Gaston Bachelard (1957) profundizó en el poder poético de la imagen como resonancia interior, influenciando a generaciones posteriores en el vínculo entre lenguaje, materia y emoción.
A finales del siglo XX e inicios del XXI, autores como James Hillman (1991) y Donald Kalsched (1996, 2013) ampliaron esta mirada simbólica desde el enfoque de la psicología arquetipal y el trauma temprano. Ambos plantean que los símbolos no son adornos estéticos, sino estructuras vivas del psiquismo profundo, capaces de sostener, proteger o revelar experiencias dolorosas.
En contextos contemporáneos de acompañamiento psicológico, lo simbólico ha retomado su fuerza, especialmente en terapias centradas en el arte, el cuerpo y la narrativa. Desde el arte terapia, Stephen Levine (2005) y Shaun McNiff (1998–2020) han consolidado propuestas en las que la creación simbólica —visual, gestual o narrativa— se convierte en acto transformador, no interpretativo.
Trabajar con lo simbólico hoy no implica renunciar a la claridad, sino reconocer que hay experiencias que solo pueden expresarse a través de lenguajes intermedios. Es en ese intersticio —entre la vivencia y la palabra, entre el dolor y la forma— donde la fotografía y la narrativa encuentran su potencia como herramientas expresivas, terapéuticas y profundamente humanas.