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“Las imágenes simbólicas no se interpretan: se sienten.”
— G. BACHELARD, La poética del espacio (1957)
Para Bachelard, el símbolo no funciona como un acertijo a descifrar, sino como una resonancia emocional que entra en contacto con nuestra experiencia íntima. Lo simbólico no es una metáfora muerta: es una vibración sensible que despierta recuerdos, deseos, intuiciones o temores. De ahí su potencia en procesos de exploración psíquica y transformación emocional.
James Hillman (1991) sostiene que lo simbólico se sostiene en la implicación afectiva del que observa: el símbolo no existe sin el vínculo con quien lo mira o lo escucha. Por eso, lo simbólico no busca ser universal en su forma, sino significativo para quien lo activa. Es afectivo, no explicativo.
Esta implicación es la que permite que los símbolos operen en lo terapéutico no como herramientas diagnósticas, sino como formas de contacto emocional profundo. No son “recursos” —son caminos hacia zonas sensibles de la experiencia.